Lo que echa a perder el matrimonio es el amor. Puede que al revés también sea cierto, pero el caso es que ya nadie se casa, y los que se casan no duran. Esto esta bien, pero hace sentir mal a los que van cumpliendo treinta y tantos años y ven que se les viene encima la edad de los mayores sin perro que les ladre: su queja es que por qué es tan difícil encontrar el amor verdadero; esto es, alguien que los valore por lo que son, que los comprenda, los cuide, que sea inteligente, divertido, tierno, optimista, trabajador, guapo, etcétera. Quién sabe por qué será tan difícil. El 60% de las bodas que se celebren el sábado que entra ya no verán las próximas Olimpiadas o el próximo Mundial de fútbol juntos, así que lo más prudente es no gastar mucho en el regalo. “Boda” significa “voto, compromiso”, pero si la estadística avisa que se va a romper, lo único que cabe esperar es que la fiesta valga la pena. Hoy en día lo que hace falta no es el amor, eso es lo que sobra.
El fin (es decir, la finalidad) del matrimonio es que dos personas vivan juntas el resto de su vida. Se sabe que antes los matrimonios si duraban ese resto: la razón es que no les importaba tanto; o sea, que todos se casaban pero nadie suspiraba por casarse, porque no se les ocurría que allí iban a encontrar la felicidad ni el amor verdadero, y, en rigor, no se casaban por amor sino por otras consideraciones más civilizadas y menos frágiles. Según los documentos de la época, en el siglo XVIII las personas se casaban no para quererse mucho sino para tener la tranquilidad con la cual dedicarse a sus cosas; se casaban para tener una casa. Por eso, como dice la historiadora Arlette Farge, “el vínculo conyugal es también un lugar”, y, ciertamente, su fin es económico, de ôikos, casa, y las cosas que se necesitan para ponerla, y que entre dos alcanzaba decorosamente. Por eso los matrimonios se podían pactar, arreglar, negociar, y hasta los novios podían ni siquiera conocerse de antemano, razón por la cual se dice que el matrimonio se “contrae”, porque llega de afuera como un reuma, con el cual uno aprende igualmente a convivir. Como en todo buen acuerdo, bastaba que se llevaran bien para cumplir con el fin del matrimonio.
El acuerdo era que se tuvieran respeto y se toleraran y confiaran en el otro, como socios del hogar, pero en el acuerdo no estaba que se amaran ni adoraran ni vivieran tórridos romances ni pasiones arrebatadoras puertas adentro, y por lo mismo, en efecto, el anecdotario de canas al aire es en esa época casi normal, pero se hacía con discreción porque no se trataba de presumir ni de importunar a la pareja a quien se le debe una atención elemental y cuidadosa. De hecho, hablarse de “usted” entre ellos era un estilo lleno de tacto, como una distancia solícita. Y así, sobre la marcha y al paso de los años, dos insignes desconocidos que habían vívido bajo el mismo techo terminan por estimarse sinceramente, por sentir afecto y ternura por el otro, sin mayores exigencias. Si se hubiera introducido el elemento del amor, para empezar ni se hubieran casado. Durante todo el siglo XIX todavía puede verse, por ejemplo, a Darwin, Marx o Freud vivir correctamente casados con su Emma, su Jenny y su Martha, logrando la tranquilidad suficiente para dedicarse a fabricar ideas escandalosas.
En el siglo XXI quién sabe qué sea el amor, pero se parece mucho a los derechos del consumidor: algo así como la exigencia de que el otro sea maravilloso, colme las ilusiones y se le escurra la baba por uno, de que uno sea el centro del universo y el universo esté al servicio de uno. Parece anuncio de L´Oreal. El amor es más bien uno de los rasgos del individualismo según el cual cada quien debe perseguir sus caprichos, emociones y demás sensaciones de alto impacto pésele a quien le pese. Y así no hay acuerdo que aguante. Este es el fin (es decir, el final) del matrimonio, porque ya no hay dos que se soporten mutuamente sus veleidades, y si tanto amor era la razón de la boda ni caso tiene desenvolver los regalos: con la fiesta basta. Incluso, se podrían mejor celebrar los divorcios, que duran más.
Lo malo es que por ahí de los treinta y tantos las personas se empiezan a sentir mal por eso, y aunque ya les alcanza para que cada quien tenga a solas su casa aparte, se les ocurre que no estaba tan mal eso del perro que les ladre, y a lo mejor por eso hay tantas mascotas que sacan a pasear, y se empieza a dudar de si ese egoísmo individualista que se llama amor verdadero no es algo que acaba por lastimar.
Como dicen ahora en España, “ya sólo los gays quieren casarse”. Y tiene toda la razón: son los últimos que conocen el valor de una estabilidad matrimonial, de estar tranquilos bajo el mismo techo.
5 comentarios:
Un consejo: NO LO HAGAN...
Hace tiempo conoci a quien deseaba hacerlo -casarse- parece que lo circunstancial, lo invade todo... tanto que hoy opina lo opuesto.
Yo, solo, puedo agregar que aunque duela o no dure un año o un sexenio completo, hay que dar y darsela oportunidad de amar... por lo menos una segunda vez en la vida.
Ya luego, muy a gusto, uno vuelve a edificar murallas y no deja de repetirse a si mismo: "Te lo dije, era mejor no salir. No volver a amar. Sabias que te doleria y te volverian a lastimar"
Apreciado Tohtli,
parece que soy endemoniadamente circunstancial.
Un abrazo.
Yo solo paso a saludar...
Horus: Se dice que si te casas lo lamentarás; si no te casas, también lo lamentarás; entonces será mejor lamentarse en compañía. Además querido amigo, todos deberíamos casarnos; no es lícito sustraerse egoístamente a una calamidad general. Saludos.
Mi niña Virgen: Debemos hacer nuestro mejor esfuerzo por someter a las circunstancias, no someternos a ellas. Oportunidades, una, dos, tres… las necesarias… Son como el amanecer: si esperamos demasiado, nos lo perdemos, que triunfe la esperanza sobre la experiencia. Alegrémonos por las oportunidades que tenemos de amar, de jugar, de trabajar y de mirar a las estrellas; como la oportunidad que tengo, por lo pronto en letras, de adorarte. Mis besos.
Dc70: Gracias amigo, en el camino andamos. Saludos.
Sin importar lo que digan, creo en el matrimonio. Creo en el respeto mutuo y creo firmemente en los valores tradicionales... hasta que me encuentro a alguien que no sigue las mismas normas y va por la vida dañando. No se si me explico.
Suerte, que yo velaré tus sueños.
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